Nino

Mi amigo Antonino fabricaba emociones. Había heredado el taller de su padre, un hombre bajito y arrugado que dedicó las últimas décadas de su vida a instruir a su hijo en las complicadas técnicas de recolección, destilado, envasado y distribución de sentimientos. Tanto inspiró a su hijo que, a su muerte, mi amigo se convirtió en el vendedor de emociones más profesional de la región.

-Nino, venga, no seas -le decía a veces algún vecino-. Si apenas son unas gotas. Y sabes que lo necesito. Que como vaya otra vez al examen de mal humor me la cargo. Tú me pones la dosis. Si no se va a notar...

Y Antonino respondía, con una seriedad que echaba para atrás, algo así:

-Lo siento, pero no puedo dispensar sin prescripción médica. Vaya al ambulatorio y que don Miguel le haga una receta.

Los meses que me tocaba cobrar el paro, echaba los días en el laboratorio de Antonino. Disfrutaba mucho viéndolo trastear entre las balanzas de precisión, las probetas y los vasos de precipitado. Nunca he visto a nadie tan profesional. Yo me pasaba la mañana hablándole de mis reflexiones, siempre profundas y muy sentidas, y él ni siquiera respondía con una inclinación de cabeza. Sólo cuando terminaba de tapar el último frasco y de registrarlo conforme a la normativa, se acercaba y me daba una palmada en el hombro.

-Tienes razón: todo es un desastre. Pero habrá que seguir -.Y continuaba el trabajo hasta que caía el sol.

Para que se hagan una idea de lo meticuloso que era mi amigo Nino, les contaré una anécdota que me pasó la semana anterior. La mañana de aquel martes fue, sin exagerar, la peor mañana de mi vida. No les contaré todos los pormenores porque no es el sitio, y tampoco acabaría, pero basta decir que en aquellos meses anteriores mi vida se había ido derrumbando poco a poco hasta que, en aquella mañana, ya no me quedó nada. Total, que llegué al taller de Nino como ya se imaginarán. Y comencé a hablar de lo injusto, de lo insulso, de lo gris y triste que era mi vida. De mi incapacidad para cambiarla, para luchar, para levantarme por las mañanas si lo único que encontraba era lo gris, lo mezquino, lo insulso y lo triste (he repetido muchas veces triste, pero es que estaba realmente triste). Y Antonino, por primera vez desde que lo conozco, dejó sus probetas, tomó un pañuelo y se acercó a mí:

-Niño, que esas lágrimas valen dinero -.Y las recogió en un saco de papel que guardó con su etiqueta correspondiente.


Así que ahora tengo diez gramos de lágrimas congeladas en el almacén de Nino, entre las risas de despecho de un amigo y las de enfado, que creo que son del propio Nino. Si ustedes esperan una semana a que las destile podrán degustar 15 mililitros de mi decepción por tan sólo veinticuatro euros. Siempre que se lo prescriba el médico.

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