El profesor Alonso
Martínez trabajaba de forense en el hospital. Su trabajo consistía en abrir
cadáveres, explorarlos hasta deducir la causa de la muerte y escribir largos
informes que yo, diligentemente, pasaba a máquina. Sus compañeros de los pisos
superiores, los que de verdad se consideraban médicos, temían nuestras
investigaciones más que a la misma muerte; pues allí, en aquellos oscuros
sótanos llenos de olor a formol, salían a la luz sus negligencias.
-No siempre fue así.
El conserje del hospital me invita a tabaco en la
puerta de los laboratorios (el profesor es muy estricto a este respecto y nos
obliga a fumar fuera).
-Antes –continúa- el profesor trabajaba arriba. Y
era un buen médico. Sí. Uno de los mejores, créeme –exhala el humo que, con el
vaho del frío, parece una chimenea-, hasta de Madrid venían cirujanos para
verle operar.
El profesor, pienso yo, es una persona extraña.
Apenas habla, pero cuando trabajamos hasta tarde, y le empiezan a temblar las
manos, saca una botella de su taquilla. Y, a medida que su pulso se vuelve
firme, se le desata la lengua.
“Era una mujer extraordinaria”, me suele decir.
Cuando habla así, me lo imagino de
joven, corriendo tras el especialista en todas sus operaciones. “Ella estaba
siempre. Blanca, muy alta, con un halo frío. Se situaba a la cabecera del
paciente y nos miraba con una sonrisa. Cuando ellos más se afanaban, más reía
ella, y al final se lo llevaba, dejándonos derrotados. Era una mujer
extraordinaria”.
-Yo creo, fíjate lo que te digo –continúa el
conserje- que él era capaz de verla. A la muerte –se santigua-. Sus compañeros decían
que operaba como si siempre compitiera. Hablaba en voz alta. La gente dice que
los sabios tienen sus cosas, pero, hazme caso: yo sé que hablaba con ella, con
la muerte –se santigua de nuevo-. Hablaba de una mujer, nadie la vio jamás,
¿quién podría ser? Después, pasaron cosas muy raras. Él empezó a dejar los
quirófanos hasta que desapareció, ¡un año! La versión oficial es que se fue a
investigar a Estados Unidos. Pero te diré una cosa: en todo ese año, no murió
nadie en este hospital. Ni en ningún otro. Yo vi entrar aquí a un hombre que
juraba que se había suicidado cinco veces. Se intentó tapar todo, claro, los
médicos le quitaban importancia. Pero yo sé que él se fue con ella. Y luego
volvió.
Aplasta la colilla contra el suelo. El conserje
tiene los ojos hundidos pero se me asemejan a los de un sapo, tan grandes. Me
mira fijamente mientras enciende otro cigarrillo.
-Estaba loco. Su tasa de muertes empezó a subir.
Pero exagerado. Investigaron y todo. El hospital pagó muchísimo dinero para no
ir a juicio. Imagínate el escándalo. Gente que moría por una apendicitis. Y se
lo llevaron a los sótanos. Allí lo dejaron, al profesor loco, entre los
cadáveres. Parece uno de ellos. Dicen que habla con ellos y todo. No me
extrañaría que apareciera muerto cualquier tarde.
Sus ojos de rana parece que siguen hablando cuando
me voy. Dentro del laboratorio apenas entra el sol y el profesor ha vaciado la
botella. Apenas si me mira cuando entro.
-Era maravillosa. Tú no lo entiendes. No sabes lo
que es amar a una mujer de mármol. Esos... esos seres extraños con los que los
hombres como tú se revuelcan... ¡eso no son mujeres! No pueden ser –la lengua
se le traba- ¿pero cómo van a ser mujeres? Palpitan como enfermos, arden al
tacto, se deshacen bajo las manos... Pero ella... Sus dedos herían como
bisturís, su pecho era de piedra y dejaba escarcha en las sábanas. Olía a
cueva, a musgo. ¡La quise tanto! –el habla se le entrecorta en un sollozo-.
Sólo quiero verla, me entiendes, ¿verdad? ¡Sólo verla! ¿Por qué nadie lo
entiende? –se detiene un punto y vuelve los ojos hacia mí-. Míralos. Mira los
cadáveres con los que trabajas. ¿No parece que ella sigue aquí? ¿No la hueles?
Apenas me atrevo a hablar. Parece sereno y ya no
hay rastro de sus lágrimas.
-Se tuvo que ir –su voz suena extrañamente serena-.
Disfrutábamos mucho. Le gustaba la música. Pero no podía dejar de trabajar...
Tuvo que volver. Arriba la veía... Era la única manera, me entiendes, ¿no?
Dijeron que estaba loco, pero era la única manera de verla... Yo sólo quería
verla...
*
El conserje ha sacado su corbata negra para el
entierro. Fuma en la puerta de la iglesia y lo saludo al entrar. Me responde
entre dientes. La familia del profesor apenas me conocía y la presentación
resulta incómoda. Me acerco por fin a despedirme: el profesor sonríe desde el
ataúd.
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