Hubo
una vez, en un lejano valle, una ciudad en la que llovió durante días y semanas
y meses hasta que se llenaron de agua las calles, las plantas bajas de los
edificios, las plazas.
Como
les pilló de sorpresa, pasaron los primeros días de la inundación encerrados
tras los balcones. Pero de la necesidad nace el ingenio así que pronto sacaron
sus muebles a la calle. Se veían a familias enteras navegar en grandes armarios
con las puertas a modo de remos, a parejas de abuelos en bañeras donde los
grifos eran el timón. También se decoraron puertas hasta parecer góndolas en
las que los enamorados paseaban y veían la puesta de sol.
Al
principio costó mucho la adaptación. No se acostumbraban a entrar a las
viviendas por la escalera de cuerda al balcón y, al intentar abrir el portón de
planta baja, producían muchas inundaciones. Pero con el tiempo aprendieron a
nadar hasta las vacas y las ovejas pastaban algas en la Plaza Mayor.
El
equipo de fútbol, que tenía un respetable puesto en su región, comenzó a jugar
en el agua e inventaron las primeras normas del waterpolo. Surgieron deportes
nuevos y crearon los primeros cien metros acuáticos y competiciones de buceo.
Fue
precisamente el deporte el que devolvió al pueblo la normalidad. Uno de los
buceadores encontró un día una larga cadena de bolitas plateadas enganchada en
uno de sus extremos. Tiraron entre todos y ataron a vacas nadadoras hasta que
saltó el cable: tenía atado una tapadera de alcantarilla. El pueblo se vació
como una bañera.
Si
alguna vez lo visitáis, una placa señala en la Plaza Mayor el nivel al
que llegó el agua. Pero nadie se acuerda ya de la inundación. No encontraréis
quien sepa deciros, como yo os he contado, porqué en las casas más antiguas los
armarios parecen góndolas.
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