Corro,
alejándome de las pisadas de caballos. Esta vez he ido demasiado cerca. Sólo me
salva mi agilidad, el conocimiento del terreno. Salto entre piedras, entre los
matorrales me dejo jirones de la camisa.
Tras
los árboles se me aparece una venta. No recuerdo haberla visto nunca pero la
guardia civil me pisa los talones y entro sin vacilar.
Silencio.
Un viejo me vuelve los ojos y me entrega una llave. Me indica el número por
señas. Por señas me pide también el nombre.
Avanzo
el pasillo. No oigo ya los caballos, sólo un piano a lo lejos. Pero en la
habitación que paso es un hombre el que toca. Me mira con ojos blancos.
Un
caballero sin voz discute frente a una biblioteca. Una mujer me sonríe y
desaparece. Después, cuando por fin duermo, su pelo rubio se me aparece en
sueños. Sus labios rojos. Se abren, se acercan. Parecen que van a besarme. Me
estremezco. Entonces grita. Sal, sal de aquí. Corre. Huye. Escapa. Vete antes
de que termine la noche.
Despierto
empapado en sudor. Tengo los muslos agarrotados, siento el corazón en las
sienes. En las paredes de la habitación se reflejan los ojos claros de la
mujer.
Corro.
Salgo de la habitación. Corro. Atravieso el pasillo. Abro la puerta. No puedo.
El pomo atraviesa mi mano sin que pueda asirlo. Un sudor frío parece recorrerme
la espalda pero precipita en el suelo sin nada que lo frene. Me vuelvo y los
veo. El viejo, el caballero de la biblioteca, el pianista ciego. Ella. Me
miran. Son ojos de compasión.
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