Érase
una vez un mago que tenía una chistera y un conejo que vivía dentro. Todos los
días, a tres horas distintas, se vestía de frac y subía al escenario. Sacaba
una y otra vez al conejo de la chistera, ante niños, papás y abuelos. Todos
aplaudían mucho y el mago saludaba inclinándose tanto que llegaba a tocarse los
pies con la nariz.
El
conejo era ajeno a esta popularidad. Dormitaba tranquilo en su camita y, de
repente, notaba como una manaza lo agarraba de las orejas y lo sacaba a la luz.
Entonces, una cantidad de monstruos que chillaban lo miraban con los ojos muy
abiertos y hacían un ruido infernal con las manos. El pobre conejo sufría este
tormento tres veces al día, durante toda la semana.
Un
día, harto de que no le dejaran dormir y preocupado por sus orejas, se escapo
de la chistera. Cuando el mago intentó ensayar el número la encontró vacía.
Buscó por el tanque de agua, por la caja de la mujer partida, en la manga... Y
volvió a buscar en su sombrero. En ese momento, justo cuando el mago hubo
metido la nariz hasta el fondo de la chistera, apareció el conejo, subió a la
mesa y le pegó tal empujón en el culo, que el mago se precipitó al sombrero.
Gritó, pataleó y maldijo al conejo y a las zanahorias. No sirvió de nada porque
el animalillo corría ya por el jardín, disfrutando su libertad.
Hay
versiones del cuento que dicen que el mago pasó toda su vida en la chistera y
que el conejo consiguió establecerse en el campo y que vivió feliz. Otras dicen
que el conejo se compró un frac, volvió a los escenarios, y sacaba de
la chistera al mago, agarrándolo fuertemente de la coleta.
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