-Todos
se fueron -me dice- a trabajar a la ciudad.
Viste
de negro. Se ha ofrecido a hablar conmigo en la entrada del pueblo, junto a su
casa. Tiene ganas de charlar, no le incomoda la grabadora ni la cámara de fotos.
Algunas viviendas quedan en pie de milagro, el único jardín cuidado es el suyo.
-Me
distrae -responde-. María, esta muchacha de la parroquia que ya le he dicho, me
regaña cuando viene, pero es que a mí siempre me ha gustado trabajar. Usted
sabe, antes era distinto. Encarna, que vivía arriba, la del chiquillo que le
conté, me decía...
Confío
en la grabadora y dejo de escuchar. Ella es más interesante que todo lo que
dice. Sus manos temblorosas sobre el delantal, gastados ambos por el sol y el
trabajo. La bata negra, las zapatillas toscas, los ojos de cristal turbio.
-Mis
hijos se casaron, todos. El mayor estudió. ¡Estudió derecho! Mire, su padre no
quería, pero le dieron una beca, de esas del gobierno, y terminó siendo
abogado. Tiene una casa..., ¡uf! Preciosa. El pequeño vive cerca, allí, donde
pusieron la fábrica, ya sabe...
Tuvo
que ser una mujer alta, corpulenta. De esas con curvas de vértigo. Entre los
pliegues del vestido se asoman, como otros más, las arrugas que doblaron ese
cuerpo hasta hacerlo pequeñito, para volverlo niño otra vez. Ya no necesita la
mano de mamá para andar, le ayuda el bastón.
-Allí
vivía la Encarna, ya sabe. Y Roberto, más allá, con Rosario. Esos se fueron
hace tres años. Y Alberto, que murió el año pasado...
Habla
con voz ronca, poco acostumbrada al uso, me digo. Muy queda, de nana, como si
todos esos hombres de los que me hablan se fueran a despertar. En silencio, se
despide, afectuosa. Se apoya en su bastón. Despacito, se balancea calle arriba,
y desaparece entre sus fantasmas.
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