-¡Oh,
mi princesa, la de largos cabellos dorados, la de la pálida tez de porcelana,
la de los labios rojos cual carmín! ¡Oh, vos, mi princesa! ¡Lanzad vuestras
trenzas de oro para que pueda subir a contemplaros!
A
partir de ese momento, todo fueron tropiezos. Pero qué príncipe más extraño,
pensaba la princesa. Para qué subir por mi pelo existiendo las escaleras. Qué
príncipe más atravesado. Pasó toda la tarde alabando sus ojos. Es cierto que
ese detalle no disgustó tanto a la dama, pero luego se interesó por las cosas
más inverosímiles. Quería saber si una bruja maligna la había secuestrado en la
torre. ¡Qué gesto puso el pobre al enterarse que esa era la habitación del
castillo dónde vivía feliz con sus padres y que jamás había conocido magia
alguna! Continuó preguntando si, tal vez, algún dragón rondara cerca con
perversas intenciones hacia su delicada persona. O un duende malvado. El
caballero no parecía entender que la princesa dedicara las mañanas al latín y
al piano y que por las tardes se reuniera con sus amigas para bordar. Le faltó
tiempo para deslizar una excusa y salir corriendo sobre su blanco corcel cuando
la dama aseguró firmemente que en su reino no existían las perdices.
¡Pobre
príncipe! Desde luego, no había manera de entender a las princesas. Había hecho
todo lo que pedía el libro y, aún así, no encontraba esposa. ¡Pero cómo podía
amarlas si ellas no entendían lo más elemental! No tendría más remedio que
dedicarse a matar dragones.
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