"Tengo
dos días, sólo dos días, dos días..." Se repetía la frase una y otra vez,
a modo de jaculatoria. Llevaba semanas soñando en esa textura sedosa, en los
brillantes colores, en las miradas de envidia que recibiría. En lo que vería
recorriendo el mundo entero. Porque ataviada de tal manera sus ojos debían ver
de un modo distinto. Estaba segura.
Se
hallaba tan ensimismada volando, tan coqueta admirándose en los charcos, que no
vio que se nublaba el cielo. Gruesos goterones cayeron sobre las delicadas alas
de la mariposa y la derribaron contra el suelo. Al despertar, no podía moverse.
Las alas y las patitas estaban aplastadas, no sabía el porqué. Casi le costaba
respirar. Agobiada, miró a todos lados, buscando una cara amiga. Gritaba y
pataleaba sin cesar.
Despacito,
esquivando las ramas, caminaba una hormiga cabezuda, negra como el carbón. Miró
con lástima a la mariposa. Con ternura, intentó explicarle que tenía sobre sus
alas una montaña de hojas empapadas en agua, ¡tan pesadas! !Y aunque trajera a
todo mi hormiguero, continuó, sería imposible rescatarte! La hormiga, con la
cabeza gacha, siguió caminando hasta que desapareció entre el follaje.
La
mariposa intentó mover las alas una vez más, hasta convencerse de que era
imposible. Si hubiera tenido lágrimas se habría echado a llorar. ¡Nadie podía
entenderla! Apenas había empezado a vivir y se le acababan los días. No podría
cumplir con aquello para lo que había sido creada. Posarse en las flores,
alegrar la primavera con sus colores. Y reproducirse, claro. Se estremeció. Su
paso por la tierra apenas sería un soplo que se desvanecería sin dejar huella.
La
hormiga regresó por la mañana. Demasiado tarde. Decenas de insectos rodeaban el
lugar, afanándose por devorar los restos coloreados de la mariposa.
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