Miércoles noche


La tarde se desvanecía. Sólo lo miraba. El cuello corto, el pelo largo, gris y grasiento. Pero esas manos... ¡Ay! ¡Benditas manos! Las posaba sobre el piano y transformaba el mundo. ¡Qué gritos, qué desgarros! Las notas la envolvían sin poder hacer nada.

Sin rozarla, volcado sobre el piano, la poseía con más fuerza que nunca. La lanzaba, la acariciaba, la arañaba, la mordía. Sus ojos relampagueaban. Arrancaba las notas al piano con violencia. El instrumento se plegaba a sus deseos. Como yo, pensaba ella. Ráptame, llévame contigo, gritaba. Pero él, completamente sordo, sólo escuchaba su música.

Cuando terminaba, el gigante que llegaba a ser dios, se aparecía ante ella como un hombrecillo mediocre. Sucio, desaliñado. Sordo.

-Vete, hoy tengo que trabajar. No te quiero aquí. ¡Vete a casa, he dicho!

El frío de Viena se le colaba entre los botones del abrigo. Desde la calle podía oír el portazo. Cómo un hombre podía ser así, cómo la podía transformar tanto. Cómo podía amarle. Lo odiaba.

Rompió a llorar.


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