Cuentan
que el primer arquitecto jamás quiso ser arquitecto.
Cuando
tuvo edad para entrar en la Universidad, se matriculó en la Facultad de Letras.
Quería embelesar a los literatos con sus poemas, a los filósofos con sus
complicadas teorías, pelear con los abogados. Lo echaron por pedante.
El
joven no se desanimó. Ingresó en la Facultad de Ciencias, pero sus constantes
preguntas sobre el diámetro de copa de los árboles y la cantidad de aire
renovado que necesita una persona, unido a su manifiesto desinterés por la
biología, terminaron por exasperar al decano, que lo despidió con mal temple.
Probó
suerte en la Escuela de Ingenieros. ¿Y los cálculos?, le preguntaban sus
profesores. A la tercera vez que respondió que había resuelto los problemas
gráficamente, le formalizaron un traslado a Bellas Artes. Y de allí lo
expulsaron de nuevo por querer dibujar como si todo fuera real. De nada
sirvieron sus protestas.
El
joven, entonces, volvió a su pueblo y se encerró allí hasta su muerte. Recogió
toda su filosofía en un libro que serviría de base para redactar los futuros
planes de estudios de los arquitectos.
Su
fama se extendió y muchos otros jóvenes vinieron a copiar sus ideas. Uno de
ellos, que se hacía llamar Vitruvio, llegó hasta a escribir diez libros. Hubo
tantas y tantas generaciones de arquitectos y construyeron y pensaron y
escribieron tanto, que olvidaron al primero de ellos. Al que no quiso ser
arquitecto.
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