Pasea
solo, vestido de oscuro, por las calles de la ciudad. Los padres retienen
fuerte a sus críos cuando lo oyen, las mujeres cruzan la acera al verlo, y los
vecinos lo echan de los portales en los que duerme. Él parece ajeno a todos,
sólo mira la luna, fiel compañera de tantas noches.
La
mira con arrobo y le canta, mientras pasea bajo su amparo. Da un trago a la
botella desoyendo comentarios, "está borracho". Él ríe y se compadece
de ellos, por ignorantes. Lo único que hace es ordenar recuerdos, que crecen
como setas cuando bebe y llega la noche.
Antes
hubo otras mujeres. Cuerpos sin nombre de los que mezcla los rostros, los ojos,
el color del pelo. Recuerda sólo algunas palabras, ciertas caricias, promesas
escogidas, besos en la espalda. Ahora todo se le antoja borroso, casi sin
sentido.
Mueve
la cabeza, apartando viejos fantasmas. Lo han dejado solo y no le importa.
Bebe. La luna es su amiga, su compañera. Con un rostro casi humano lo mira
desde el cielo. Él sabe que ella está triste porque no puede emborracharse con
él. Sabe que ella le habla con ternura. Él la mira, agradecido, y ella le
devuelve la mirada. Eso le basta.
"¡Amada
mía! ¡Mi amada!", grita. Bebe por ella y la acompaña hasta que el sol,
absurdo rival, la echa del cielo. Rompe la botella contra el suelo al ver como
la ciudad se despereza. No soporta el ruido. Recoge su chaqueta y camina, con
ella al hombro, hasta desaparecer de la ciudad. Volverá cuando caiga la noche y
pueda ver de nuevo a su linda enamorada.
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