¡Dispárame!


-¡Eres una puta! ¡Zorra!
Gabriela asistía tranquila a la sarta de insultos que le dirigía David. Sentada, una mano apoyada sobre la otra, cruzaba los tobillos bajo la larga falda. A David se le inflaban los mofletes, se le coloreaba la nariz, escupía con cada palabra que pronunciaba.
-¿Has terminado ya? Me extraña que te ofrezcas a cenar conmigo sólo para decirme esto.
El rostro del hombre se coloreó por completo.
-¡Joder! -dio un fuerte en la mesa- ¡Conmigo no juegas, Gabriela! ¡No como con los otros! ¡Yo no soy igual!
-No, desde luego. La que estás liando no es normal. La gente es más discreta cuando decide separarse.
-Mira -se acercó aún más a ella- que termines así, después de dos años, sin dar ninguna explicación...
La risa estridente de Gabriela lo interrumpió.
-¡Explicación! ¡Vamos...! -se levantó de la silla, recorriendo la habitación con parsimonia-. Tú sabes por lo que estabas conmigo. Una vez terminado el trabajo no hay por qué seguir juntos.
Se volvió hacia él. Una sonrisa burlona se le dibujó en el rostro.
-¿O tienes miedo? ¿No quieres que cuente que...?
Un puñetazo de David sobre la mesa la interrumpió. Ella rió por respuesta y le dio la espalda. Comenzó a recoger la cena, desparramada por el suelo, sin mucha prisa. Regueros de goteras escurrían por las paredes y disolvían el color. Los muebles eran el único testigo de que la casa había pasado por tiempos mejores.
-David, si has terminado, puedes irte. Sal por la puerta de atrás, no quiero que mis vecinos te vean borracho.
Sin escucharla, se acercó en silencio, hasta pegar su rostro al de ella.
-¿Sabes? -susurró- Te mataría si tuviera una pistola. No serías la primera.
Si Gabriela sintió miedo, no lo mostró. Sin separarse de él dejó un paquete sobre la mesa. Era una pistola.
-Mátame -se extrañó al oír su voz tan tranquila-. Dispara.
David dió un paso atrás. Le sudaba las manos. Gabriela se animó.
-Vamos... ¿No dices que te he roto el corazón? Rómpemelo a mí también, lo estás deseando.
La sangre le martilleaba las sienes. Se le aceleraba la respiración. Avanzó un paso, alargó la mano hacia el arma, dispuesto a usarla.
Pero sus pies no le respondieron. Se desplomó con estrépito en el suelo.
Gabriela dejó escapar un suspiro. Por qué poco. No se permitió descanso. Recogió los restos de la cena -no quería dejar pruebas- y echó el vino al fregadero, junto con un frasco que sacó del bolso. Recogió algunos papeles y bajó con prisa las escaleras.

Cuando salió del barrio, oscurecía. La única luz que se destacaba era la casa en llamas. No volvió los ojos.

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