Cuento de Navidad

Aquí se me quedó grabada aquella noche, aquí se me quedó grabada. Si es que tenía los ojitos más lindos que he visto nunca. Yo estaba entonces con mis padres, allí donde siguen ellos. Y no hacía frío y cenamos al raso, pero a mí me mandaron pronto a la casa, con mi madre, a ayudarla con los pequeños y a la cama. No me gustaba nada eso, que me mandaran a la cama tan pronto, y que mi amigo Simón se quedara con los mayores y siempre se enterara de todo. Y por eso no me enteré de lo que pasó hasta después, hasta que Simón me lo contó.
Me contó que estaban ya medio endormiscaos cuando aparecieron unos hombres de blanco, que les contaron todo y que de pronto el cielo se llenó de luz y de voces que cantaban. Eso sí lo oí yo, y por eso me desperté y salí de casa corriendo y me encontré a Simón que me contó lo que acabo yo de contar. Yo le dije que tenían que ser ángeles, porque si no cómo iban a saber lo que nos encontramos después y cómo iban a brillar tanto y cómo iban a aparecer, así sin más. Él me dijo que no sabía si eran ángeles o qué, pero que a todos les habían entrado unas ganas locas de ir a buscar a ese niño del que hablaban. Y todos cogieron cosas que llevar y yo cogí la mantita de mi cama porque, aunque no hiciera frío, pensé que siendo tan pequeñito podría tenerlo. Y allí que nos fuimos todos, corre que te corre, y yo con mi manta hecha una bolita, no se me fuera a ensuciar.
Cuando llegamos había tanta gente que yo, que entonces era pequeña, apenas veía nada. Simón se metió entre las piernas de los mayores y yo allí que le seguí. Nos metimos gateando por la tierra, yo con mi manta echada al cuello y al salir del bosque de piernas casi me choqué con la cunita del niño. Lo primero que pensé, fíjese usted mis cosas, fue que mi mantita era estúpida porque el niño estaba como muy envuelto y allí no hacía frío ni nada con la cantidad de gente que éramos. Pero entonces le miré la carita y ya no pude ver nada más. ¡Qué cosa de niño, padre! Yo… yo ni pensaba, yo sólo lo quería mirar y mirar. Y ya no me acordaba ni de la vergüenza de mi manta ni del enfado con mi madre por mandarme a la cama tan pronto ni nada. Y… y de verdad, yo pensaba que los niños tan chiquitos sólo dormían, pero éste me abrió mucho los ojos y me sonrió. Me sonrió de verdad. Y entonces se acercó su madre, que era una señora muy guapa, y estaba así coloradica, como yo había visto a mi madre después de parir a los pequeños, pero con una cara preciosa. Y me sentó con ella y me puso al niño en los brazos. Pasé así toda la noche, con Simón y el Niño y los padres de aquel niño que eran un dulce de padres.
Ya le digo, que a mí esa noche no se me olvida hasta que me muera. Así que, don Lucas, si usted me dice que ese niño es aquel santo que hizo tantos milagros y que venía de Dios y que murió por nosotros, yo, don Lucas, ¿cómo no lo voy a creer? Pues, digo yo, ¿a santo de qué iban a bajar los ángeles y a cantar el cielo y a tener esa madre y esos ojos tan lindos si no era Dios? ¿A santo de qué, don Lucas? Digo yo, que para ver esas cosas no hace falta estar en el sanedrín.
Y ahora, ya que le he contado todo lo que quería, ¿me hará el favor de mirarme esta tosecilla? Que a lo mejor no es nada, pero el tío Antonio se murió de algo así y con estos fríos de ahora una ya no sabe…